Hay quienes imaginan la maternidad como una línea recta: amor, decisión, embarazo. Pero para millones de personas, mujeres solas, parejas del mismo sexo, hombres que sueñan con ser padres, o parejas que han coleccionado negativos como si fueran parte del mobiliario emocional, la línea no es recta. Es un espiral. Es una curva que duele. Es un pasillo de clínicas, análisis y esperas que no terminan.
Y ahí, justo en ese punto donde la biología se vuelve obstáculo, la fertilización in vitro (FIV) aparece no como una respuesta, sino como una posibilidad. No es fácil. No inmediata. Pero profundamente humana.
Por Claudia Valdez
El proceso: entre la aguja y el anhelo
La fertilización in vitro no es una escena de película. No hay velas ni música de fondo. Hay jeringas, horarios milimétricos, hormonas que reconfiguran el cuerpo y emociones que se agolpan sin pedir permiso.
Todo comienza con la estimulación ovárica. Un cóctel de hormonas que obliga al cuerpo a producir más óvulos de lo habitual. No hay glamour. Solo pinchazos, a veces moretones, a menudo llanto contenido. Luego, la punción ovárica. Una extracción silenciosa, casi quirúrgica, donde lo que está en juego no es una célula: es un plan de vida.
Esos óvulos se encuentran con espermatozoides, propios, de pareja, de donante, y en una caja de Petri ocurre la parte menos visible de esta historia: la creación.
No siempre hay fecundación. No siempre hay embriones viables. No siempre se puede transferir. Pero cuando sí… Cuando el embrión regresa al cuerpo, lo hace con la delicadeza de quien entrega una carta sin firmar, con la esperanza de que el cuerpo quiera escribir el resto.
Porque el deseo de tener un hijo, aunque sea solo la posibilidad, vale más que la estadística.
¿Y si no sucede?
Pocas personas hablan de los negativos. De los ciclos cancelados. De los embarazos que no prosperan. De las betaesperas que terminan en nada. Pero están. Y duelen.
La FIV no es garantía. Es entrega. Quien atraviesa un tratamiento así lo sabe: que cada paso puede ser el último o el primero. Que se camina sobre hielo emocional. Que cada intento es una coreografía entre la ciencia y la resistencia interna.
Y sin embargo, muchas vuelven. Porque el deseo de tener un hijo, aunque sea solo la posibilidad, vale más que la estadística.
Familias sin molde, maternidades sin permiso
Durante años, la fertilización in vitro fue contada desde un único ángulo: parejas heterosexuales con problemas de fertilidad. Hoy, el mapa ha cambiado.
Una pareja de mujeres puede decidir que una dona el óvulo y la otra lo geste. Un hombre solo puede acceder a un embrión propio con gestación subrogada. Una mujer de 43 años puede elegir intentarlo sin pareja, sin culpa, sin que nadie le pregunte “¿por qué ahora?”.
La FIV no pregunta por el estado civil, ni por la orientación, ni por las razones. Solo exige convicción. Y a veces, fe en lo invisible.

La FIV no pregunta por el estado civil, ni por la orientación, ni por las razones. Solo exige convicción. Y a veces, fe en lo invisible.
El costo de intentarlo
No todos pueden pagarlo. Decir lo contrario sería injusto. Los tratamientos son caros, los medicamentos agotadores, las esperas interminables. Muchas personas quedan fuera por barreras económicas o por sistemas de salud que todavía no reconocen que gestar no debería ser un privilegio.
Y sin embargo, el deseo se abre paso. Quien lo ha sentido, sabe: no se puede archivar. Solo se transforma. En una nueva búsqueda. En otra alternativa. En la certeza de haberlo intentado.
¿Qué le debemos a quienes atraviesan este camino?
Empatía. Representación. Un lenguaje que no reduzca la experiencia a “pacientes” o “tasa de éxito”. Que entienda que detrás de cada cuerpo medicado hay una historia más grande que el tratamiento.
La FIV no es solo un procedimiento. Es un paisaje emocional. Un recorrido que muchas personas atraviesan sin aplausos, sin posteos, sin hashtags.
Pero merecen que lo contemos. No desde el milagro. Sino desde la verdad.
