Uruguayo de origen y con una obra que transita entre Montevideo, Ciudad de México, París, Milán, Miami, Nueva York y Londres, Santo Guichón no busca representar: busca activar.
En su universo, la tecnología se convierte en ritual y lo visual en vibración.
En la obra de Santo Guichón, el arte no busca mostrar: busca despertar. Sus piezas viven en un espacio anterior a la forma, donde la materia aún es energía y la emoción se transforma en circuito.
EXCLUSIVA EntREVISTA:

Durante más de dos décadas, Guichón —alias Santo— ha cruzado continentes y disciplinas, estableciendo una estética donde lo espiritual y lo electrónico conviven en armonía. Su práctica no responde a modas ni mercados: responde a una necesidad. Porque para él, crear no es producir: es traducir energía.
“En tiempos donde el arte se mide en algoritmos, Santo recuerda que la verdadera energía sigue siendo humana.” — Claudia Valdez
El ritual de lo invisible
Antes de que exista una imagen, hay electricidad.
Antes de que haya forma, hay impulso.
Y antes de que haya obra, hay una necesidad.
Conocido artísticamente como Santo, Santiago Guichón habita el territorio invisible que precede a la creación. Sus piezas no están hechas para decorar ni explicar: son canales de energía, conductores de una vibración que atraviesa materia, memoria y tecnología. Pertenece a esa rara genealogía de artistas que ya no separan la intuición del código, ni la emoción del circuito.
“Mis obras son los circuitos de mis pensamientos y emociones”, dice. “Los pigmentos y volúmenes que utilizo reflejan mi estado de ánimo. Y la luz que emana desde dentro no es decoración: es revelación.”
El impulso como método
El proceso creativo de Santo oscila entre el control y la entrega.
A veces comienza con un boceto —una idea ya trazada que se transmuta en materia. Otras surge desde el vacío: una meditación activa frente al lienzo, donde la imaginación conduce y la mano simplemente obedece.
“Pongo música electrónica, su beat me transmite energía”, explica. “A veces parto de un dibujo previo; otras, dejo que todo ocurra de forma espontánea. Ambas formas son verdaderas. Ambas son un impulso real.”
Sus obras se construyen como si ensamblara una placa madre emocional.
Cada pigmento, cada volumen, cada fragmento de luz actúa como un dato en tránsito, codificando su energía en lo visible. Y mientras otros pintan sobre la superficie, Santo pertenece al pequeño grupo de artistas que logra que la luz salga desde adentro, como si la electricidad se volviera alma.
Electroarte: cuando la materia piensa
Su firma, Electroarte, nació en 1997, justo en la frontera entre lo analógico y lo digital. Desarmando computadoras y rescatando sus componentes electrónicos, Santo empezó a integrarlos a sus lienzos, transformando el descarte tecnológico en un nuevo lenguaje plástico.
“Fue una revelación”, recuerda. “La deconstrucción de la tecnología me dio la posibilidad de reconstruir el significado.”
Lo que propone no es una estética, sino una ontología: en su universo, la tecnología no reemplaza la emoción, la conduce. La placa madre se convierte en sistema nervioso. El cable, en pulso.
Y el lienzo, en campo de energía viva.

Geografías de influencia
Cada país que habitó se convirtió en un nivel de su evolución creativa. En Uruguay, descubrió la fuerza física de la materia: la densidad del óleo, la observación autodidacta, la disciplina del ensayo. En México, encontró la energía espiritual del color, el misticismo del folklore y la capacidad de convertir lo cotidiano en símbolo. Y en Francia, especialmente en París —la “ciudad de la luz”—, perfeccionó la precisión mental y la elegancia del detalle.
“Uruguay me dio fuerza física. México me dio fuerza espiritual. Francia me está dando fuerza mental —una conexión con la supraconciencia que me guía entre el silencio y el caos.”
Su evolución no es geográfica. Es alquímica.
Cada país es un elemento; juntos, completan la fórmula.
El ego y la ausencia
Santo nunca aparece retratado en sus obras. Su ausencia no es modestia: es método.
“Un artista debe luchar con su ego todos los días”, dice. “La creación empieza cuando el ‘yo’ se disuelve y aparece el ‘tú’. La musa no es alguien, es información. No deseo controlar: fluyo.”
En su lenguaje, la inspiración no se posee. Se canaliza.
El artista no es autor. Es traductor.
Fuera del sistema
Santo se mantiene deliberadamente al margen del sistema del arte contemporáneo. Rechaza su mercantilismo, su repetición, su conceptualismo vacío.
“El sistema está contaminado”, afirma. “Demasiado repetitivo, demasiado conceptual. Ya no enseña a sentir, sino a copiar. No absorbo; transmuto. Y no todo lo bueno es bueno, ni todo lo malo es malo.”
Su independencia no es rebeldía: es coherencia.
Porque para crear libremente, hay que estar fuera del ruido.
Naturaleza, feminidad y el pulso eléctrico
Toda su obra converge en una tríada de musas: la naturaleza, la inteligencia emocional y la estética femenina. La primera inspira su instinto; la segunda, su empatía; y la tercera —la figura de la mujer—, actúa como detonador visual de su memoria y su deseo creativo.
“La mujer interrumpe mis recuerdos,” confiesa. “Es la energía que hace posible la creación.”
En su universo, lo femenino no es objeto: es campo energético.

El circuito consciente
En el núcleo de su pensamiento existe una obsesión: el diálogo entre lo humano y lo artificial. Para él, la inteligencia artificial no es amenaza, sino espejo.
“La pregunta no es si la IA es peligrosa, sino si podemos vivir en armonía con ella. Muchas teorías conspirativas ya no son teorías: son realidades compartidas que generamos entre todos. Lo llamo inconsciencia colectiva.”
Su misión, dice, es transmutar esa inconsciencia en conciencia.
Convertir los datos invisibles en símbolos visibles. Y recordar, a través del arte, que toda energía —humana o eléctrica— busca lo mismo: conexión.
PulsO FINAL
Santo Guichón no pinta lo que ve. Pinta lo que lo sostiene. Y en esa tensión entre impulso y silencio, materia y electricidad, redefine lo que significa crear en el siglo XXI.


